Dubai por dentro

Un estibador ceilandés termina de ordenar la carga que ha traído en su travesía de tres días desde Irán hasta el Creek de Dubai. En la ribera se amontonan barcos de madera que más recuerdan a las aventuras de Simbad el Marino que a una flota moderna. Parece que estos navegantes aún no se han enterado de que hoy para el comercio internacional se emplean grandes buques de acero y las toneladas de cargas se mueven con precisión cronométrica en puertos de contenedores.

Viajar | 23 de abril de 2011
Lalo de la Vega

Miles de buques de todos los calados atracan cada día en esta ciudad que ofrece la mejor red de transporte y logística de toda la región. Dubai es la gran puerta de entrada al Oriente Medio. Ofrece una excelente red de servicios, una infraestructura envidiable y el mayor potencial de desarrollo del Mundo Árabe. Desde varias zonas francas para el libre comercio se importan y reexportan todo tipo de mercancías sin las regulaciones y restricciones de los puertos de Europa. A este punto de convergencia entre el Oriente y el Occidente vienen a invertir sus petrodólares los jeques de la Península Arábica junto con empresarios de Irán, Pakistán, India y China.

Pero eso es allá fuera, en el gran puerto de contenedores de Dubai, proyectado por ingenieros occidentales y financiado por caciques árabes de ambiciones continentales. Es todo un emporio comercial operado por miles de empleados llegados de todos los rincones de Asia y África. Los relojes se mueven a un ritmo distinto aquí dentro, en el Creek, ese brazo de mar que penetra en la urbe como si fuera un río y en cuyas orillas nació el sentamiento de Dubai. Fue aquí donde varios siglos atrás los primeros beduinos armaron sus campamentos al abrigo de los bancos de arena del Creek para dedicarse a la pesca, el comercio y la búsqueda de perlas. En las orillas donde antes se alzaban las primeras tiendas de la villa, ahora las mercarías se amontonan en la cubierta de los barcos o sencillamente son acopiadas en las aceras formado torres de cajas de cartón.

Me sorprende que tanta mercadería sin custodios ni rejas se pase toda la noche a la intemperie al alcance de la mano de cualquier transeúnte. Es que también en ese punto en Dubai rigen reglas especiales.

Hay que ver a Dubai por dentro para saber que más del 80 % de la población es mano de obra importada y el cometer cualquier delito, por pequeño que este sea, equivale a la expulsión inmediata del país y perder su empleo y todas sus propiedades. Esta ley del palo rige incluso para los privilegiados empleados de los países occidentales. Por eso pocos se arriesgan a infringir esas normas tan rígidas.

Estamos en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Si se busca un lugar donde vivan codo con codo tailandeses, árabes, judíos, chinos, negros africanos, filipinos, europeos, indios, paquistaníes, norteamericanos e iraníes, ese punto de convergencia es sin duda Dubai. Quizás lo que menos se vea sean latinoamericanos, pero me he encontrado con argentinos y mexicanos por la calle, y me consta que en la ciudad hay varios clubes de salsa y hasta una emisora de radio para los amantes de ritmos latinos.

Son las manos de esos braceros las que han construido Dubai, sus hoteles de lujo, sus islas artificiales, sus centros comerciales, sus avenidas impecables y un metro de líneas extragalácticas. Los jeques solo han llegado para recoger glorias y cosechar ganancias de lo hecho por sus esclavos del siglo XXI, a los cuales se les retira el pasaporte al entrar al país.

Vivir en Dubai significa trabajar duro, sin derechos laborales ni medidas de protección, en horarios de hasta 15 horas, seis o siete días a la semana y vivir en Working Camps, campamentos donde duermen seis obreros en una habitación sin agua corriente y sin una ventilación que los proteja del calor despiadado del desierto. No pocas veces se les priva de sus salarios a final de mes o han sido sometidos a peligrosas condiciones de trabajo, pero cualquier intento de protesta es nulo. En el mejor de los casos son deportados. En otros basta con una paliza o una encerrona.

Sin embargo, la ley del palo ha funcionado hasta ahora. En Dubai se observa un alto grado de disciplina social. No existe peligrosidad en esta ciudad limpia y ordenada, donde en todos lados hay un empleado recogiendo basura, cuidando los parques y dejando los rascacielos impecables como si no existiera el polvo del desierto. La urbe brilla a costa de haberle suprimido sus derechos a la aplastante mayoría de su población.

Tampoco existen prerrogativas para las famosas firmas occidentales que se acreditan aquí para ganar su "pedazo de Dubai". Muchas veces tienen grandes pérdidas, pues la oligarquía local no les paga los encargos entregados y este no es un estado de derecho donde una empresa pueda reclamar ante un juez. La justicia está en manos de los propios jeques y ellos la aplican según su conveniencia. En un país regido por relaciones tribales y una familia en el poder desde hace varios siglos no hay elecciones, parlamento, ni una institución frente a la cual se pueda apelar. Aquí es inútil buscar en el diccionario la palabra "democracia".

Ajeno al bullicio nocturno de la urbe más cosmopolita del Mundo Árabe, el estibador se tira a descansar sobre unos cartones vacíos que ha alineado en la acera, contento de tener al fin tierra firme bajo sus pies y no el inseguro hamaqueo de los barcos, siempre a merced de las olas del Golfo Pésico. No le importan el ruido lejano de los coches ni el hormigueo de las pequeñas lanchas de motor que cruzan laboriosas de una orilla a otra o llevan a turistas a lo largo del Creek. Tampoco le estorban las risas de los paseantes que transitan por los muy bien cuidados jardines de la ribera. Solo oye el cansancio que lo derrumba.

A escasos veinte metros del cartón que sirve de cama al descargador, despliega sus arquitecturas un rascacielos espectacular. Los atrevidos balcones del apartamento del último piso emiten destellos de desde su privilegiada posición. Sin duda desde el costoso cortinaje puede disfrutarse de una privilegiada vista de la urbe. Al otro lado del brazo de mar se encuentran los parques privados y el palacio del Jeque Mohamed, quien gobierna hoy en Dubai. Más al fondo las luces intermitentes de Burj Califa le recuerdan a la interminable fila de aviones aterrizando en el aeropuerto que allí se alza el edificio más alto del mundo.

A los pies del rascacielos el tráfico no cesa, aunque ya sea la una de la madrugada. También continúa el ir y venir de los barcos por el brazo de mar. Esta urbe del Oriente no duerme nunca y el ejército de paseantes junto al Creek apenas ha disminuido. La noche de estrellas invita al aire fresco y allí, en la intemperie, ha encontrado su nido nuestro ceilandés. El cansancio lo sostiene en un profundo sueño. Mañana será otro día de cargas, andamios y zozobras en el mar. Pero esta noche, estas horas le pertenecen. Por eso, sin más almohada que su propio brazo, deja que sus fantasías se pierdan más allá de los rascacielos, el Creek y las olas del Golfo Pérsico.


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